Texto curatorial
Comisario: Ángel Calvo Ulloa
En un momento en que los peores presagios se han hecho realidad, en que Debord ha dejado de ser un autor frente el que mostrarse reticentes, la necesidad de pasar desapercibidos se ha convertido en tarea imposible. El dominio que ciertos agentes detentan sobre nuestro anonimato se ha desmoronado, amparado en primer lugar en aspectos de seguridad ciudadana, para llevarnos a tomar ejemplo y desear esos quince minutos de fama que ya Andy Warhol había vaticinado para cada individuo.
Si para Ortega y Gasset el anonimato era superado únicamente por el conocido, por el que según sus palabras se ha dado a conocer sobresaliendo de la masa anónima, en la actualidad esa condición se ha convertido en algo poco menos que imposible de evitar. Basta teclear nuestros datos en algún buscador de internet para darnos cuenta de que formamos parte irremediablemente de alguna lista de usuarios, sea cual sea esta. Hemos pues, y sin ser conscientes, traspasado la fina línea del anonimato para convertirnos en un ente conocido.
Así, llegado este momento en que el anonimato ha dejado de ser esa barrera a superar y se ha convertido en un estado ansiado, la necesidad de analizar esa democratización de la fama enlatada se convierte en un aspecto recurrente todavía hoy para el pensamiento contemporáneo y para las diferentes formas de expresión del arte actual.
Sin embargo, la imagen que creemos proyectar de nosotros mismo al exterior dista mucho de ser la imagen que el resto, los que nos configuran como individuos, perciben de nosotros. ¿Somos realmente lo que creemos ser o somos lo que los demás perciben? ¿Perciben todos al mismo yo o somos un yo diferente para cada perceptor?
En 1927 Luigi Pirandello publicaba Uno, ninguno y cien mil, la última de sus novelas, un análisis de lo que había realizado hasta la fecha y, al mismo tiempo, un ejercicio de introspección que tendría como consecuencia un profundo silencio. Uno, ninguno y cien mil ahonda en el origen del individuo como construcción social, en la imagen que proyectamos al exterior y en la que inesperadamente no nos reconocemos. Pirandello concluye en las últimas páginas de su novela del siguiente modo:
Ningún nombre. Ningún recuerdo hoy del nombre de ayer; del nombre de hoy, mañana. Si el nombre es la cosa; si un nombre es en nosotros el concepto de toda cosa fuera de nosotros; y sin nombre se carece del concepto, y la cosa está en nosotros ciega, no diferenciada y no definida; pues bien, este que llevé entre los hombres grábelo cada uno, a modo de inscripción funeraria, en la frente de esa imagen con la que aparecí entre ellos, y lo deje en paz y no hable más de él. Un nombre no es más que eso, una inscripción funeraria. Adecuada para los muertos. Para quien ha concluido. Pero la vida no concluye. Y no sabe de nombres.
Uno, ninguno y cien mil, Luigi Pirandello
Uno, ninguno y cien mil es una obra adscrita a la tendencia surrealista de Pirandello. Un ejercicio de psicoanálisis en que el individuo cambia de repente su vida cotidiana por unas situaciones que nos acercan a lo onírico. No ha sido casual esa influencia repentina ya que el Manifiesto Surrealista de Bretón estaba relativamente reciente y porque la tendencia de Pirandello hacia el Teatro del Absurdo echaba mano directamente de la obra de Alfred Jarry. Por otra parte, la disolución de las formas como también veremos antes y después en Nikolai Gogol, Franz Kafka o Philip Roth verán en esta obra de Pirandello claras muestras de continuidad.
Crise de identidade echa mano de una serie de artistas plásticos con los que mostrar diferentes trabajos en los que los autores desarrollan su visión de la identidad propia o colectiva.
Así, artistas como Din Matamoro (Vigo, 1958) o Fermín Jiménez Landa (Pamplona, 1979) analizan mediante el autorretrato y la autobiografía la imagen que proyectan ellos mismos al exterior. Matamoro utilizó a finales de los ochenta una serie de autorretratos fotográficos realizados en Nueva York sobre los que realizó añadidos y modificaciones con la firme intención de mostrar un yo diferente en cada uno de ellos. Fermín Jiménez Landa utiliza biografías de diversos personajes históricos para hacerse huecos diferentes y descabellados mediantes los cuales generar una identidad difusa y en clave de humor para un personaje indeterminado. Así, de Julio Iglesias a Pio XII o de Pablo Picasso a Jesús Hermida, Jiménez Landa pasa a ser el protagonista de las vivencias más improbables.
Alain Urrutia (Bilbao, 1981), Kepa Garraza (Berango, 1979), Nacho Martín Silva (Madrid, 1977) y Diego Vites (O Grove, 1986) parten de la idea de la pintura-pintura. Urrutia extrae fragmentos de instantáneas, puntos de intensidad de la fotografía en los que se concentra la fuerza del retrato. Su gama cromática basada en los negros y blancos provocan en el espectador una distancia mayor de la ya implícita en el carácter de los retratados. La imagen del lobo retoma el homo homini lupus est y los planos monocromos nos hablan de lo oculto. Garraza utiliza su figura para crear un Garraza diferente, un artista nacido en 1953 al que el mundo del arte le ha abierto sus puertas de par en par, así sus retratos con celebridades muestran la senda de un personaje llamado a ocupar un lugar destacado en la historia. Nacho Martín es un pintor de corte, un artista obsesionado por el poder que ostentan los retratados y por la pintura de cámara. Por la idea de la pintura como gesto que inmortaliza al individuo. El retrato se fragmenta con la intención de descifrar la identidad del extraño que presidía el despacho de Adolf Hitler en Munich.
Diego Vites busca el aislamiento del retratado. Parajes inhóspitos en los que sus personajes o él mismo muestran serios problemas de comunicación con el entorno. Sus retratos se caracterizan por la viveza de los colores, por la riqueza de la paleta con la que son efectuados. La pintura ejerce un papel muy importante cuando el carácter del personaje depende enteramente del trabajo del pintor.
Tamara Kuselman (Buenos Aires, 1980) y Damián Ucieda (A Coruña, 1980) presentan un trabajo basado en el desconocimiento del otro y en las múltiples interpretaciones de los comportamientos humanos. En Ten in a line, Kusleman presenta a diez individuos de los que el espectador comienza a recibir datos hasta descifrar detalles de la vida privada de cada uno. Se produce un estado de confusión que va despejándose según pasan los minutos, aunque en ocasiones no tengamos la certeza de nada de los que se nos está contando. Ucieda presenta una de sus ya características situaciones creadas en las que el protagonista termina por sentirse un extraño, ofreciendo una escena confusa y, cuya interpretación, nuevamente despierta una incógnita. El vidrio de la cabina actúa a modo de urna tras la cual se preserva una identidad en torno a la cual parece no estar segura ni la mujer retratada.
Para cerrar esta muestra, el autorretrato que Eugenio Granell (A Coruña, 1912 – Madrid, 2001) firmó en 1944 es una de esas piezas paradigmáticas del retrato asociado al surrealismo. La profunda carga simbólica que esconde esta obra, con el reloj de arena, el ancla que atraviesa su cabeza decapitada, el ojo alado y ese paisaje estelar que se completa con una cita de Marcel Proust sobre un papel arrugado dan lugar a esa múltiple identidad de Granell, a la idea de uno, ninguno y cien mil.
Junto a esta múltiple identidad, el retrato que Kurt Schnitzer Conrado (Viena, 1908 – Los Angeles, 1972) realizó a Granell en República Dominicana en 1945 termina por difuminar la imagen del artista hasta convertirlo en un espectro, hasta reducirlo a su yo incorpóreo y por lo tanto hasta convertirlo en una idea más que en un sujeto.
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